jueves, 14 de junio de 2007

LA SENDA DE LAS ESTRELLAS






Cuentan que el cielo de la noche no es como nosotros lo creemos, como nosotros imaginamos que sería al alcance o al tacto, sino que en verdad es un manto que separa como frontera o pretil los confines de la realidad y los de los sueños, un manto raso de nostalgias y pasados, y que alguien colocó hace mucho, mucho tiempo.

Con el paso de los años, claro, las polillas y las mariposas fueron anidando en aquel manto, y le fueron haciendo pequeños agujeros que delataban con su indiscreción una luz infinita y azul, que se filtraba desde el mundo de los sueños. Por eso dicen que esos pequeños agujeros son las estrellas. Por supuesto, poco tardaron los pueriles profetas en enunciar sus primeras hipótesis acerca de aquel fenómeno global. Se discutió mucho de hecho sobre ello, surgieron escritos, enunciados, teorías varias que pretendían dar una solución si no definitiva al menos sí parcial a aquel hecho que se había convertido en un acontecimiento social crucial en las torpes vidas de los fútiles habitantes de la realidad. Claro, aquella luz nívea, su transpariencia, su infinitud era difícil de aceptar para ellos, cuando menos ciertamente enojosa, es decir, una libertad tan sumamente arbitraria, un desconocimiento tan intensamente principiante, y finalmente (tras años y años de conjetura y conjeturas y falsas respuestas) se llegó a la conclusión de que aquella luz, que emanaba de las llamadas estrellas, se debía simplemente a una ilusión óptica, quizás a las imaginaciones de pescadores y observadores y soñadores, irritantemente inconformistas, pero al fin y al cabo nada más que un reflejo, una quimera. Se dijo, pues, que aquellos otros confines, lejanos y semi ocultos no eran sino una tierra de perdición y ausencia, de depravación sempiterna, de ensoñación fugaz e ilusoria, y por lo tanto de infinito dolor. Por eso desde entonces se decidió considerar a las estrellas lejanas y malditas, anónimas e irreales, numerosas pero olvidadas, y se combatió pertinentemente (con cárcel y demás maldiciones perennes) a los que se negaran a aceptarlo. Incluso se llegó a venerar (múltiples estudios antropólogos acerca de ese tipo de deidades lo demuestran) a las noches cubiertas, en las que las nubes gordiflonas libraran a los hombres y a las mujeres de aquella perniciosa tentación, la de la extraña luz que a través de las estrellas les llegaba, y el cielo volvía a ser un manto raso pueril y desesperanzador.

Cuentan que a veces la luna se sentía tan sola que incluso tenía frío. Las noches eran eternas y tediosas, y en ocasiones se sentía dolorosamente abandonada. En el ocaso el sol la dejaba, maltrecho y algo gordinflón ya por el paso de los otoños sobre su piel, y se iba a dormir a su cama confortable de nubes, sin ni siquiera un beso, ni un hastaluego. Habían sido demasiados aniversarios sobre sus espaldas, y, claro, ahora el cariño y el cansancio sustituían al amor. Alguien dijo en cierta ocasión que el cariño es algo semejante a la apatía pero un poco más bello, pero en la práctica eso era tan sólo teoría. Prácticamente no se conocían, se decía en ciertas ocasiones la luna, y entonces se echaba a llorar, y sus lágrimas eran dulces y suaves como su corona etérea, y en las primaveras (y en las madrugadas de poniente en el estío) caían silenciosas, sedosas sobre las margaritas y los caracoles del campo, allá abajo en los limitados confines de la realidad. Sin embargo, ella, pese a toda aquella melancolía, y aquella soledad, y aquella ausencia, allí permanecía, siempre quieta, casi exánime, siempre presente y puntual tras cada crepúsculo, y su reflejo se mantenía, noche tras noche, sumido en su mutismo, frágil, trémulo sobre los ríos y los lagos y sobre todo el mar, el inmenso mar. Nunca nadie supo a ciencia cierta (que es la que vale a estas alturas del partido) qué veían los pescadores en aquel reflejo, señorial mas ajado ya por el paso de los años, pero ellos se levantaban, cada noche, sin tormentas o con ellas, sin viento o con él, con su alma en un puño o sin ella, como enamorados de aquel trazo ya desgastado sobre aquella paleta húmeda de color cielo. Incluso hubo quien dijo que la oyó suspirar en más de una ocasión, y recitar poemas melancólicos (hay quien dice que Rainer Maria Rilke, otros que González Tuñón), y en sus palabras resonar la añoranza como en ráfagas heladas o bocanadas de tristeza, como en sollozos de destierro o exilio.

Cuentan que cierta noche la luna se cansó de tanto y tanto llorar, de su soledad, de sus otoños, de la ausencia, de la melancolía. Se cansó de las noches, de los silencios, de las realidades, de los versos, pero sobre todo (en el legajo lo subrayan con vehemencia), sobre todas aquellas penalidades, sobre todas aquellas ausencias, aquella luna más allá del horizonte, aquella luna sin manos ni pasado, aquella pequeña lunita sola, aquella luna se cansó de su reflejo, sí, de su reflejo, de su maldito reflejo, de su reflejo maldito, inmenso, infinito, perenne mas a la vez dolorosamente frágil, fugaz. Inclusive, hay un testimonio de un par de pescadores de lo que hoy se conocería como Argentina o quizás Uruguay (ya saben cómo es de extraña la luna en su río casi salado) que aseguraron oír cómo la luna, desde su estancia de cristal, dio un grito, y que éste fue tan desgarrado, tan desesperado que los campos y los mares y las ciudades enmudecieron de repente, como trémulos o desorientados, y que la gente salió en tromba a las siembras y a las costas y a las calles para averiguar qué ocurría, quién había gritado de aquella manera tan sumamente triste, mirándose unos a otros, desconcertados, extrañísimos, asustados, sin conseguir darse cuenta de nada.

Cuando por fin su grito quedó apagado por el eco de los anchos confines de la mundana realidad, cuentan que la luna cayó exhausta, sobre su frágil lecho de nubes amarillentas, y quedó largamente mirando al vacío, al cielo aparentemente infinito. Claro, fue entonces cuando se dio cuenta de aquellos reflejos, de aquellos pequeños renglones mortecinos, como azules o embriagadores, que caían lánguidamente desde la oscuridad hasta la tierra de los hombres y las mujeres, de cómo al intercalar su rostro níveo la tenue luz le daba de lleno en las pupilas como una acuarela y a la nariz le llegaba un extraño perfume a rosas o amapolas o violetas. Por supuesto, como muda testigo de las idas y venidas de las tierras de la realidad, estaba perfectamente enterada (sabios eruditos, habilidosos políticos, convincentes profetas se habían encargado de llevar por cada pago de la Tierra su evangelizadora conclusión) de la respuesta a la que habían llegado por fin los hombres y mujeres a aquel extraño fenómeno, e incluso se dice que ella misma se había convencido de que tenían razón, pero ahora, cara a cara, aquella magia, aquella ternura, aquel dulce (mas quizá no estragador) perfume, como lluvia fértil, purificadora, definitivamente la hicieron languidecer, tal si un hechizo o una promesa, y la luna atribulada, como desfalleciendo, se dejó llevar, casi sin voluntad por impedirlo, casi gozosa, en busca del origen de aquel insólito esplendor, a través, como desorientada o anhelante, de aquellas pequeñas sartas de azules centelleos, es decir, a través de lo que luego se dio a conocer, claro, como la senda de las estrellas.

Bueno, en verdad (y este ha sido el motivo del presente estudio) nadie sabe si la tierna figura que tras cada jornada, siempre de nuevo puntual, siempre perenne, quizá expectante, descubrimos una y otra vez cada noche allá a lo lejos (tal vez no tanto) en el cielo oscuro, brillando o acariciándonos los ojos en sus estancias de cristal, nadie sabe, digo, si es o no verdaderamente la luna, y seguramente (me arriesgaré) en realidad nadie quiera saberlo. No hay que darle muchas vueltas al asunto para llegar a la conclusión de que los secretos que esconde en su interior esa luna (la real, digo, la que un día sí existió, no la vacía, la tediosa, la frívola imagen), en su mutismo inquebrantable, en su amarillento esplendor, serían demasiado preciosos y tentadores como para que nosotros, torpes y desesperanzados, los resistiéramos descubrir y conocer y profundizar. Porque (y para ir poniendo punto final a esta humilde quizás teoría antropológica) cuentan que cierta noche, ya de vuelta o de regreso de su desesperación, se decidió por contar (a sus miles de admiradores y seguidores incondicionales de todo el mundo que, pese al peligro certero de la ofensa a las leyes que serlo significaba, cada noche acudían a venerar su ausencia rogando al cielo -más lóbrego y terrible y opaco que nunca-, que ella por fin regresara) lo que había descubierto tras un corto periplo en busca del nacimiento certero, lo que había descubierto, digo, al aproximar los ojos a través de una de esas gateras que nosotros llamábamos y llamamos estrellas. En fin, y que vio un mundo mágico y extraño, extrañísimo, que olía como a lavanda o a azahar o a rosas o a amapolas o a violetas en un compacto mas suave perfume (de ahí la dulce fragancia que atribuyen a la luz azul de las estrellas), un mundo el cual brillaba diríase incandescente. Allí, relató, la lluvia caía como sin ausencia, como sin temblor, como sin lágrimas, y el agua que emanaba de esas gordas pantorrillas de nubes era fresca como la primavera y cada crepúsculo (que no era anochecer) se dedicaba a bañar rítmicamente los anchos prados de esos confines, y las ramas verdecidas de sus árboles, y los caminos de tierra, y no era un baño de melancolía sino de humedad y vida. En ningún momento del día, añadía, llegaba a faltar la claridad, allí no había nunca noche con cielos cubiertos de nubes, sólo una sempiterna luminosidad que bañaba en resplandor cada rincón de lo existente. Sí, la luminosidad. Cuentan que contó que allí, tras el cielo (o el manto que creíamos y creemos cielo), era por siempre primavera, pero no una primavera insulsa o vehemente, sino una primavera justa, verdecida, repleta de vida, y que las mañanas (que no eran amaneceres) despertaban con las melodías de los pájaros (no gallos ni golondrinas ni ruiseñores, sino gorriones y canarios y alondras) que a veces incluso cantaban dulces valses o baladas poéticas, y que las flores (de seguro principalmente debido a la continua lluvia moderada mencionada ya antes) conservaban desde el primer día la misma belleza, sin marchitarse ni debilitarse, y que su beldad adornaba o embellecía durante todo el año los caminos de aquel pago. Las nubes no eran masas gordinflonas y amorfas que huían de la vista con la velocidad de los lamentos, sino esculturas moldeables a la vista (al principio podían parecer corderos como luego asemejarse a un caballo o más tarde incluso a una verdadera nube) e incluso en ocasiones al tacto. Las muchachas (lindas, qué lindas, aunque también feas, por qué no, ya que todos allí eran iguales entre sí) paseaban alegres de los brazos de sus muchachos (igualmente de todas estaturas y atractivos), y cada uno encontraba un lugar en el que nacer, vivir y quizás morir. Como se imaginarán, eso fue lo último (siempre según mis estudios) que dijo la luna antes de volver a marcharse, a adentrarse en la niebla amarillenta del cielo oscuro, dejando tras de sí una breve estela egoísta, en busca de nuevo de la luz de las estrellas. Bueno, a partir de ahí los rumores se acentúan, explicando como lo que creemos ver como luna cada noche nada más que un reflejo óptico, un espejismo, nada más que un artificio de nuestra vista o un satélite equivocado, llegando todas a la conclusión de que, por supuesto, no es ni se parece a la anteriormente citada luna. Al fin y al cabo, dicen, los que un día conocieron realmente cómo era la luna a estas alturas hace siglos que se habrán ido.

Claro, a estas alturas (finales) del cuento (o rumor o teoría), como yo lo he hecho en tantas otras ocasiones, seguramente hayan abierto al menos una ventana y sacado por ella la cabeza en busca de la luna, y al encontrarla se habrán preguntado que hay de cierto en todas esas habladurías mitológicas. Como he podido comprobar, hay opiniones para todos los gustos, ya se sabe, mientras que los conservadores aseguran con firmeza que claro, cómo no va a ser ella la luna, los inconformistas enuncian a la vez que yo otras múltiples hipótesis y recopilaciones, sin encontrar con certeza una respuesta afirmativa a la cuestión de si es o no ella. Ustedes, el Respetable, claro, como siempre decidirán.
Sólo para completar estas líneas, y para no parecer demasiado sectario en estas enunciaciones apuntaré que igualmente hay culturas que señalan otras múltiples posibilidad, como que lo que vemos como luna no es sino una gota de óleo que voló de las manos de un pintor hace ya muchos años cuando éste finalmente terminó un retrato de su amada muerta, otros que es el reflejo borroso de su propia faz en el inmenso océano, la mayoría que no es más que un espejismo trasnochado. Sin embargo, ésos son cuentos ya para otras teorías, cuentos que aquí no vienen a cuento, compréndanme, y yo tan sólo pretendía aportar una hipótesis más en el enigma.

El resto del cuento, ya saben, es cosa suya.









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Enrique Hernández Caballero

lunes, 11 de junio de 2007


...no me mires...

salu2

... aún no sé como he llegado aquí...
... pero ya estoy...
... así que hola...